Bruna

Bruna es una joven y bella actriz en ciernes que acaba de separarse de su novio y atraviesa un período de profunda melancolía. Un encuentro tardío con su ex le da la fuerza para reconvertir su experiencia en una obra de teatro en la que la vida y la ficción se irán entremezclando.

Se trata de una película ligera, generosa con el espectador: al director parece salirle como si nada, como si soplara e hiciera películas. Las escenas flotan, como si bailaran, como cuando Bruna cruza la ciudad con los auriculares puestos y se pone a hacer bailecitos. El comienzo parece una inversión de Vivir su vida, con ese tedio entre dientes que gracias a García Pelayo se vuelve atrapante, extrañamente luminoso: un prodigio de tempo actoral y de entrega interpretativa. Bruna se concede todas las digresiones e interludios para una suerte de antidrama, o un drama que se expurga, que se vuelve una oda a la reconciliación, incluso a la sanación, en términos dichosamente inesperados. La defensa del cine moderno descansa. David Obarrio