Para ser certero, a la hora de hablar del segundo largometraje de Jorge Polaco es necesario echar mano a todos los sinónimos posibles de “deforme”. La dama Margot Moreyra regresa a la pantalla y se transforma en el fetiche central de Polaco: la piel y la carne de una madre cuya relación simbiótica con el hijo (amor, odio, deseo, repulsión) tiene lugar en un taller-laboratorio-sala de torturas de muñequitas de lujo y no tanto. El sexo de los viejos y los jóvenes, una imposible circuncisión, los tangos y las canciones infantiles, las bolsas de gatos, el incesto y otras atracciones tabú explotan en un teatro de variedades orgullosamente tullido que, hoy, se antoja más demencial y provocador que en el momento del estreno. Diego Brodersen